Constituir la unión nacional.

Nuestro mejor homenaje al 25 de Mayo sería tener presente el Preámbulo de la Constitución y avanzar hacia acuerdos sobre verdaderas políticas de Estado

Autor: Editorial de la Nacion - 25/05/2017


La política y los sectores de la sociedad argentina ponderables por su amplitud se han encogido por muchos años de hombros ante el primer postulado del Preámbulo constitucional de 1853, que precisa los objetivos que se trazaron los representantes del pueblo reunidos en Congreso General Constituyente: "Constituir la unión nacional".

Ese Preámbulo tiene fuerza de ley suprema, como cualquier otra estipulación de nuestra Constitución. Allí está resumida, en clara y rotunda introducción, la grandeza con la cual una nación comenzaba a articularse. Sufrimos guerras intestinas desde los días de la Independencia y sufrimos las consecuencias internas, tanto o más sangrientas, de movimientos subversivos apadrinados por quienes pretendieron, desde Cuba y otras centrales del imperialismo comunista, colonizarnos ideológicamente. En la hora del escarmiento, para decirlo en palabras que eran gratas al Perón de los años cincuenta, la respuesta a ese fenómeno se contagió de los procedimientos y la doctrina operativa del enemigo.

Así quedó la Nación, con heridas sin cicatrizar a la vuelta de más de treinta años de democracia. Aún hoy, los ánimos se desentienden o se deprimen ante la hostilidad que suele campear en cenáculos intelectuales o políticos frente al empeño para que se depongan en todos los terrenos posibles las disidencias subalternas y fructifiquen, por las vías del diálogo, entendimientos con vistas al interés general del país. ¿Cómo salir de una pobreza escandalosa, que afecta a un tercio de la población? ¿Cómo conciliar opiniones con el fin de restaurar la jerarquía de la enseñanza pública y anteponer la educación de nuestros jóvenes a otras cuestiones como tema esencial para el porvenir de la Nación? ¿Cómo disminuir el peso de la burocracia estatal en favor de las actividades productivas, reducir el insoportable déficit fiscal y dejar atrás una inflación que carcome ahorros y espanta a inversores? ¿Cómo restaurar la seguridad física en calles y hogares, y limpiar a la Justicia de modo que se garantice la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley?

Estos son apenas una parte de los temas en controversia. En ellos hay que pensar y sobre ellos debe hablarse en jornadas propiciatorias como la de hoy. Es este el aniversario de la revolución emancipadora, concebida para la libertad, la justicia y el desarrollo de un pueblo, pero también para su proyección hacia un destino compartido. La nueva conmemoración nos encuentra en circunstancias en que vuelve a actualizarse la inspiración siempre provechosa de los históricos pactos de la Moncloa.

Tienen esos acuerdos 40 años de antigüedad. Derivaron en leyes que cambiaron la fisonomía de España, convirtiéndola en un país en verdad europeo. Allí todos depusieron algo de lo que consideraban derechos propios en aras del progreso y la unidad fraterna de los españoles.

El año 1977 estuvo en el epicentro de lo que se llamó la Transición. A la muerte del caudillo debían superarse las resistencias del franquismo, con no pocas fuerzas reales en la sociedad civil y muchas más todavía en la sociedad militar, a un renacimiento de España a la democracia y el desarrollo. Para esto urgía realizar reformas humanistas, de la introducción de la libertad de expresión y de prensa a la legitimidad que cabe otorgar a los individuos, negada por el franquismo, a que lleven la vida privada que se les ocurra, con tal de no dañar los derechos de terceros. Pero la situación era además de grave dificultad en otros asuntos, con una inflación del 26%, un déficit fiscal abrumador y exportaciones que sólo pagaban por el 45% de lo que se importaba. Urgía, por eso, acordar por igual reformas económicas, financieras, laborales y sindicales.

Todo se hizo de tal manera que, años después, España entraba en la Comunidad Europea. Se abriría así un período fecundo con la ayuda de vecinos que se atrevieron a amparar a España. ¿Por qué? Porque España había alcanzado grado de país confiable y previsible. Todos los involucrados cedieron para recibir: el gobierno de Adolfo Suárez, que se despojó de sus lazos con el franquismo; la Unión de Centro Democrático, el partido de Suárez y por entonces de Leopoldo Calvo Sotelo; los comunistas, en cuyo nombre firmó Santiago Carrillo, acusado desde los comienzos de la guerra civil por la famosa matanza de miles de adversarios, de Paracuellos; Felipe González, por el Partido Socialista Español (PSOE), y Tierno Galván, por el Partido Socialista Popular. También participaron de los acuerdos el Partido Nacionalista Vasco, Convergencia de Cataluña; las Comisiones Obreras (CCOO), de formación comunista; entidades empresarias, y al final, después de vacilaciones, la socialista Unión General de Trabajadores y la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo.

A cuatro décadas, aquellos acuerdos de la Moncloa son acreedores a su emulación como ejemplos activos y perdurables para otros países; la Argentina, entre ellos. Particularmente, en un momento en que necesitamos reconstruir nuestra economía y recrear la cultura del trabajo y la inversión productiva, para enfrentar una situación de pobreza estructural, y en que la prolongación de la crisis institucional brasileña pende como una amenaza para la recuperación del país. Y más aún cuando arrastramos la discusión de leyes clave para el desarrollo, como la del régimen de coparticipación federal y la reforma tributaria, que sólo llegará a buen puerto si se deponen los intereses partidarios en pos de acuerdos sobre políticas de Estado.

Cabe celebrar por eso la visita que ha hecho al país Ramón Tamames, que fue diputado y colaborador de Carrillo, y trajo consigo inspiración y conocimientos suficientes para atraer la atención sobre lo que significa la deposición de puntos de vista personales y facciosos en las más delicadas cuestiones institucionales en aras de un bien superior.

Si todos sus interlocutores Ernesto Sanz, enlace con el radicalismo del presidente Macri; Federico Pinedo, presidente provisional del Senado, y muchos otros estuvieron a la altura del debate suscitado por Tamames, diríase que el senador Miguel Ángel Pichetto, dada su trayectoria en el peronismo, produjo uno de los ecos más resonantes. Dijo el senador rionegrino que en la política argentina se deben "dejar de lado las visiones pequeñas y mezquinas y pensar en el país", y que "la Argentina necesita debatir el presente y el futuro: cómo salimos de esto y cómo crecemos".

Desafió a sus adversarios a retomar, después de las elecciones legislativas de octubre, los conceptos de significación institucional abordados por Tamames. Sus palabras valen no sólo por procurar un espacio de diálogo eficiente entre visiones distintas de la Argentina; valen mucho más todavía por lo que importan como esperanza de que puede haber más de una alternativa política con contenido democrático, realista y realmente progresista. Es decir, lo que el mundo espera a fin de que se complete el círculo virtuoso de una Argentina previsible y ajena, por lo tanto, a los abismos del delirio populista que se patentiza en Venezuela y perpetúa aquí la memoria de lo que fue el kirchnerismo en el poder.

Tenerlo presente es nuestro mejor homenaje al 25 de Mayo.