Brasil, entre Jair Bolsonaro y el teorema de Baglini

El nuevo ministro de Economía de Brasil, Paulo Guedes AFP)

La cercanía con el poder disuelve los extremismos y genera prudencia. O al menos debería. En el nuevo Gobierno de Brasil conviven líneas pragmáticas con otras de un mesianismo oscurantista.

Autor: Marcelo Cantelmi en Clarin - 05/01/2019


El teorema que hace más de tres décadas hizo famoso al radical mendocino Raúl Baglini, enseña que la estridencia e irresponsabilidad del discurso político es inversamente proporcional a la distancia que existe con el poder. En otras palabras, la alternativa de ejercer el mando y su circunstancia obliga a la prudencia, a la flexibilidad y disuelve extremismos. También los retóricos.

​Esta reflexión, inteligente, sobre el comportamiento frente el poder, vuelve a ganar actualidad ante la llegada destemplada a la región del brasileño Jair Bolsonaro y su Armada Brancaleone de fanáticos religiosos y nacionalismo insular. La duda es hasta qué punto y con qué profundidad será capaz de percibirla y aplicarla.

El nuevo Gobierno expresa una doble alteración hacia adentro, en su propio formato, y hacia afuera, en la proyección internacional de la segunda economía de las Américas. En el gabinete de Bolsonaro conviven líneas pragmáticas de fuerte liberalismo ortodoxo y mentalidad globalizadora con otras de un mesianismo oscurantista que, al decir irónico de un diplomático, parecen convencidas de que una mano divina ha venido a reemplazar a la polémica mano invisible del mercado que defienden los primeros.

Algo del teorema se notó cuando el presidente archivó su discurso despectivo contra China y propuso a un enviado de Beijing ampliar los vínculos comerciales actuales. La República Popular es el mayor socio de Brasil con inversiones por más de US$120 mil millones y destino de 80% de la soja que produce el gigante sudamericano. La noción realista también apareció con la suspensión del traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, una promesa de campaña con la que Bolsonaro buscó entonar con Donald Trump. La ministra de Agricultura, Tereza Cristina, ex diputada y lobista de los grandes conglomerados agropecuarios, se opuso a esa medida porque arriesga un intercambio de unos US$ 7.100 millones anuales con el mundo árabe y el musulmán en general. Con Israel, en cambio hay un déficit para Brasil de 647 millones de dólares. El criterio de la ministra es compartido por el titular de Economía, Paulo Guedes, un ortodoxo diplomado en la Universidad de Chicago.

En el Gobierno conviven otras disidencias. Por ejemplo, respecto a respetar el pacto de cambio climático de París que Bolsonaro repudia: no hacerlo generaría costos políticos con los socios europeos donde el tema tiene peso electoral; y estimularía la preocupación sobre el destino del Amazonas, un escenario que ningún gobierno brasileño quiere que sea escrutado. Menos el actual, que cedió a Agricultura la gestión de la tierras que ocupaban los indígenas y eran el freno a la frontera agropecuaria.

“El dinero habla”, se consuela el ex presidente Fernando Henrique Cardoso frente a este panorama y citado con el sentido cínico e ilustrativo de la frase por The Economist. El ex presidente está convencido de que los mesianismos terminarán corridos por las necesidades. La influyente revista británica no está muy segura. El nuevo gobierno deberá actuar con talento y sabiduría para llevar adelante los cambios que necesita el país, señala. “Poco en la historia de Bolsonaro sugiere que posea cualquiera de esas cualidades”, remata.

“En Brasilia, en los ministerios, están azorados por lo que se dice y lo que se defiende”, comenta otro diplomático a esta columna. Un motor de esa inquietud es el nombramiento de un canciller, Ernesto Araújo, que habla como un predicador, califica a la globalización de “anticristiana” y llama a la Fe en Cristo para acabar “con el marxismo cultural”. En su primer contacto como ministro con la prensa agregó más asombro al recomendar no leer The New York Times o ver la CNN, desconocer el cambio climático y, en cambio, expresó una admiración casi adolescente por “la nueva Italia, Hungría y Polonia”, países gobernados por formaciones de ultraderecha, xenófobas, autoritarias y de sesgo mesiánico; sobre todo las dos últimas.

En ese universo, la sabiduría del teorema que inicia esta columna ni siquiera llega a insinuarse. Es provocador imaginar cómo se las arreglará Guedes, partidario de la apertura del país y de las privatizaciones, compartiendo giras con un diplomático que observa al mundo con tal desconfianza y un nacionalismo primitivo en blanco y negro. Guedes tiene otras señales para inquietarse. Bolsonaro asistió a la inauguración de la mayoría de los ministros, sobre todo los militares, pero no a la de su estrella económica. En el camino se han ido quedando las intenciones de privatizar las grandes empresas públicas, la bandera en la que se envolvía este ortodoxo admirador de Milton Friedman. El sector nacionalista del gobierno, que se expresa no solo ni necesariamente con los militares del gabinete, rechaza el criterio enfáticamente pro-mercado del ministro.

Araújo, en cambio, llega muy avalado. Fue propuesto por uno de los tres hijos de Bolsonaro, Eduardo, el más vinculado con el supremacista Steve Bannon, ex (¿ex?) asesor de Trump y militante acérrimo contra la globalización y la multilateralidad. Eduardo también esta relacionado con el yerno del mandatario norteamericano, Jared Kushner, consejero sobre Oriente Medio y de total alineamiento con Israel. De ahí la coincidencia en el planteo de mover la embajada a Jerusalén, que es uno de los ejes del plan de Araújo, pero una extravagancia, al menos por el momento, para el pragmático banquero que dirige la economía.

¿Hacia dónde esta extraña Armada pretende dirigir a Brasil? Los comentarios del jefe de Itamaraty sobre los países que admira despejan en parte esa pregunta. Uno de los invitados a la asunción de Bolsonaro fue el premier húngaro Viktor Orban, con quien el flamante mandatario sostuvo su segunda entrevista oficial tras la jura. Solo lo antecedió el canciller norteamericano. Esa afinidad se alimenta de semejanzas. Orban es un ultranacionalista que ganó en 2010 las elecciones por casi 53% de los votos. Al igual que en Brasil, su victoria fue consecuencia del agotamiento de una sociedad que venía de una arrasadora crisis económica, de corrupción y engaños. El gobierno pseudo socialista anterior llegó a reconocer que había falsificado los datos estadísticos para ocultar el desastre.

A partir de ese momento, Orban construyó un edificio de notable absolutismo desde el cual recortó la autonomía del Banco Central, transformó en un tribunal menor a la Corte Suprema, acorraló a la prensa independiente y limitó el derecho de huelga. Desde ya, prohibió el casamiento homosexual, el aborto, y asumió la doctrina social cristiana como política de Estado. La historia moderna polaca, el otro país defendido por el bolsonarismo, navega con iguales niveles de xenofobia y mesianismo. En esos escenarios se ensancha una formidable grieta entre los que “son patriotas y los que no”, caracterización que determina el poder según su criterio.

En Brasil, ese juego divisivo puede constituir una peligrosa tentación para el Gobierno si no logra recuperar el crecimiento. El país necesita aliviar su deuda pública, que ronda el 80% del PBI, y dominar un gasto previsional que va camino a la bancarrota. Las privatizaciones y la construcción de un nuevo régimen jubilatorio requieren de un apoyo amplio del Congreso, donde los intereses se miden por sectores económicos y no por fidelidades partidarias.

El oficialismo tiene apenas medio centenar de diputados en una Cámara de 513 bancas repartidas entre una treintena de partidos lo que obliga a una negociación florentina para unir voluntades. Bolsonaro parece haber comprendido esas limitaciones al aliarse con la centroderecha moderada de Rodrigo Maia y respaldar su continuación al frente de Diputados. Ese paso, por encima de los vaporosos anuncios de privatizaciones, fue lo que hizo subir a la Bolsa de Sao Paulo estos días porque agrega un sentido de gobernabilidad y eventual apoyo legislativo. No es mucho. Pero los mercados también viven de ilusiones.

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