Estamos lejos de los Pactos de la Moncloa

Durante la presente campaña electoral, la propuesta de un nuevo pacto social suscita alabanzas y críticas por igual. Algunos defensores de la iniciativa suelen invocar como ejemplo por seguir, si no en la letra, por lo menos en el espíritu, los Pactos de la Moncloa, suscriptos en España el 25 de octubre de 1977, hace casi treinta años, en plena transición del franquismo a la democracia.

Autor: JUAN MANUEL FORN - 08/10/2007



   El azar quiso que, al tiempo de la firma de los pactos, fuera yo uno de los pocos argentinos que trabajaban en España en funciones ejecutivas. En mi caso, en un banco multinacional.
   
   Como las normas emergentes de los pactos tenían que ser cumplidas a rajatabla en el ámbito empresario, el recuerdo de ellas todavía está fresco en mi memoria, así como las circunstancias que llevaron a la dirigencia española a firmar esos acuerdos.
   
   En 1976, España atravesaba una crisis económica que, en opinión de muchos, podía haber acabado con la incipiente reforma política y con la apertura democrática conducida por el presidente Adolfo Suárez. Debido al aumento de los precios del petróleo y a la recesión mundial, España sólo cubría con exportaciones el 45% de lo que importaba; para cubrir el déficit de la balanza comercial, la deuda externa había aumentado en exceso. El desempleo afectaba a 900.000 personas, a las que se unían miles de emigrantes que regresaban a casa por haber perdido sus trabajos debido a la recesión en el resto de Europa.
   
   La inflación era del 45% anual y la devaluación de la peseta en un 30% aceleraba aún más los aumentos de precios.
   
   En el terreno político, además de no contar con mayoría propia en las Cortes y depender de acuerdos con la oposición para poder legislar, Suárez sufría grandes presiones de la derecha franquista, que tenía como vocero a la cúpula militar. Esta se oponía, entre otras cosas, a la posible legitimación del Partido Comunista. Suárez había mantenido una posición ambigua sobre el asunto, y cuando el comunismo fue oficializado, lo acusaron de traidor. La disputa era estéril, por cuanto el eurocomunismo, como se lo llamaba en ese momento, resultó ser a la postre un tigre de papel. Sin embargo, en esa discusión no se miraba la realidad del presente, sino los fantasmas del pasado, a figuras como Santiago Carrillo y Dolores Ibarruri, la Pasionaria, quienes regresaban de sus exilios en Francia y la Unión Soviética, respectivamente, con pasaportes extendidos por el gobierno tras delicadas negociaciones. A la disputa sobre el comunismo se añadió la inquietud causada por el cúmulo de reformas políticas que Suárez pretendía hacer aprobar por las Cortes en forma muy rápida. Reformas que, a ojos de cualquiera, no sólo conformaban el abecé de un Estado democrático moderno, sino que eran necesarias para la entrada de España en Europa y en el mercado común, pero que a los ojos del franquismo residual eran una puerta abierta a la anarquía y al socialismo, o el regreso a un pasado odioso que había terminado en una guerra civil, con un millón de muertos.
   
   Frente a esta situación límite, política y económica, era tal vez natural pero igualmente admirable que los partidos políticos, convocados por el gobierno, hicieran causa común frente a los peligros que amenazaban a la joven democracia, que en realidad aún no era tal. Los Pactos de la Moncloa fueron el resultado de esa unión de voluntades. Pero, a decir verdad, fueron un entendimiento, en palabras que hubiera usado Borges, de personas unidas por el espanto.
   
   No sorprenderá, entonces, que lo fundamental de los Pactos de la Moncloa hayan sido los acuerdos de orden político, destinados a consolidar las instituciones democráticas de la nueva monarquía parlamentaria o, en algunos casos, a crearlas. Así, se eliminó la censura previa, se aprobó el derecho de reunión y de asociación política y se consagró la libertad de expresión. Se tipificó el delito de tortura, se reconoció la asistencia letrada a los detenidos, se despenalizaron el adulterio y el amancebamiento y se desmanteló el Movimiento Nacional (Falange), como, asimismo, el sindicato único vertical, de inspiración fascista.
   
   En materia económica, antes de entrar en la sustancia de los acuerdos, debe recordarse que fueron suscriptos por los partidos políticos, no por las cámaras empresarias ni por los sindicatos. Este punto es más que un mero detalle y debe ser tenido en cuenta especialmente por los que piensan que los Pactos de la Moncloa constituyen un precedente aplicable en algún grado a la actual realidad argentina. Podrán o no serlo, pero ciertamente no fueron "pactos sociales" como los que hoy se proponen o se han intentado en las últimas décadas en nuestro país. Fueron acuerdos esencialmente políticos, en los que el capítulo económico entraba por pura necesidad.
   
   Es cierto que hubo algunos intentos de hacer firmar los acuerdos a los sindicatos. Comisiones Obreras, alineada con el comunismo, estuvo de acuerdo en firmar, porque muchos de sus líderes temían volver al exilio si los militares tomaban el poder. En cambio, la Unión General de Trabajadores, que respondía al socialismo liderado por Felipe González, se negó de plano. Para entender por qué, hay que ver lo que se acordó en el campo de la economía.
   
   La base de los entendimientos económicos de los Pactos de la Moncloa fue el conjunto de compromisos asumidos por el Estado en materia de disciplina fiscal y monetaria. No podría ser de otra manera. Esos instrumentos de la política económica son la columna vertebral de cualquier intento de modificar una situación adversa. Precios, salarios y empleo son, en buena medida, consecuencia o derivados de aquéllos.
   
   En lo referente a precios y salarios, se estableció un techo en los aumentos de las remuneraciones de 20% para el año siguiente, coincidente con la inflación proyectada en el presupuesto nacional más un 2% por mérito y antigüedad. Asimismo, se redujo la estabilidad laboral. Se permitieron despidos, que no debían exceder el 5% de la nómina. En materia de aumentos de precios, se estableció una pauta del 22% para los doce meses siguientes, pero sin ningún tipo de controles, que los propios economistas de los partidos de izquierda sabían que no iban a funcionar y que si funcionaban iba a ser aún peor, al acumular mayores presiones inflacionarias a futuro, para luego desembocar en una nueva crisis.
   
   Este resumen de las medidas acordadas debería ser suficiente para entender por qué no firmaron los sindicatos. Comprometerse a un tope salarial igual a la mitad de la inflación corriente hubiera sido inaceptable para las "bases". Hay que tener en cuenta que sólo durante 1976 siete millones y medio de trabajadores participaron en huelgas, o sea el 88% del total de asalariados. Esta situación era caracterizada por los propios dirigentes sindicales como una "lucha prerrevolucionaria".
   
   Mucho más les convenía a los sindicatos no firmar y reservarse la opción de continuar las huelgas y los paros si la inflación no bajaba, para además poder decir -como lo dicen hasta hoy- que el ajuste se hizo sobre las espaldas de los trabajadores. Esto, por supuesto, se refiere a lo que pasó en España en ese momento y no tiene nada que ver con la realidad actual de nuestro país, donde las cosas pueden ir de modo muy diferente. Pero tal vez lo ocurrido entonces pueda ser fuente de reflexión para aquellos que desean impulsar en la Argentina un nuevo pacto social en el que, a la par del Estado, sean actores principales los empresarios y sindicatos. Quizás esa experiencia ayude a evitar errores, a no crear falsas expectativas y, por sobre todo, a no perder un tiempo precioso.
   
   El autor fue subdirector general del Bank of America en España de 1977 a 1981. Actualmente es vicepresidente de Molinos Río de la Plata SA.