El cierre de un ciclo histórico en el periodismo argentino.

Un mensaje enviado a las 15.18 llegó a mi celular: "Claudio: falleció Maxi Gainza". Lo firmaba quien había sido su médico, Juan Antonio Mazzei. Como estaba al tanto de la proximidad del desenlace, la emoción natural por la muerte del amigo se superpuso, en el mismo momento de conocerla, con la reflexión profesional de lo que eso significaba desde la perspectiva de este diario: quedaba clausurado, en cuanto a las relaciones humanas, un ciclo que se remonta a 1870, cuando LA NACION, fundada por Mitre, comenzó una larga competencia con La Prensa. Se involucrarían así varias generaciones de periodistas en la lucha diaria por el sitial de mayor relevancia entre los diarios argentinos.
Autor: Por José Claudio Escribano | LA NACION - 03/10/2014
Desde 1869, en que apareció La Prensa, hubo otros periódicos nacionales de alta jerarquía e indiscutible raigambre popular. Ninguno, sin embargo, pujó con LA NACION por tanto tiempo como el que José C. Paz, su primer director, cerró un día de 1874 para ponerse, "en el terreno de los hechos", al servicio de la revolución que Mitre había encabezado en nombre de la pureza del sufragio. La revolución fracasó y un consejo de guerra condenó a Mitre, por seis votos sobre ocho, a la pena de muerte, que perdonó el presidente Nicolás Avellaneda.
Sobraban, pues, los elementos, hasta por raíces históricas comunes, para vincular como pares a dos diarios que profesaban por igual el ideario liberal, con más dogmatismo aun en La Prensa, es cierto, pero cuyos estilos diferían de modo tan categórico para expresarlo, que se traducía en un tipo de rivalidad que ha sido irrepetible.
Seca en el lenguaje, como si Azorín, o su maestro Gabriel Miró, la hubieran escrito desde la primera a la última página. Sin concesión alguna en las crónicas a contenidos subjetivos, que los volcaba con exclusividad en el rotundo aplomo del do de pecho cotidiano de su opinión editorial, La Prensa de los Paz se erguía en un dechado de austeridad periodística. Se podría igualar el empeño feroz que puso en sus mejores épocas por la objetividad y reconstrucción exacta de los hechos de que informaba; haberle pedido más a su gente habría sido inhumano.
Puede asombrar hoy, desde luego, que con esa severidad consigo misma, como si el calvinismo se hubiera encarnado en imprenta, La Prensa alcanzara tiradas descomunales, que en la primera parte del siglo XX superaban a LA NACION en la relación de tres a uno. Cómo podría, entonces, comprender el fenómeno de inmensa popularidad de La Prensa, un terráqueo adiestrado en la escuela de producciones audiovisuales que asocian el éxito sólo al grado de temeridad para exponer lo falso, lo vacuo, lo procaz, lo que descerebra con estridencia y frivolidad.
La Prensa nunca se recuperó de la confiscación que padeció con el peronismo, entre 1951 y 1955, años en que perdió parte de su bastión de avisos clasificados. Volvió con más énfasis en algunas de sus notas dominantes en el pasado, flaqueó en otras y sufrió por una pérdida de percepción de la necesidad de cambios, sobre todos lo que se aceleraban por vía de la imagen, privilegiada en la fuerte irrupción de lo televisado, o que impondrían, desde la apertura de los sesenta, las nuevas revistas, al captar lectores con voluntad de encontrar más material de análisis e interpretación de los temas de actualidad.
El arquitecto Máximo Gainza fue administrador de La Prensa después de haber estado exiliado en Uruguay y haber protagonizado un hecho valeroso en aguas del Río de la Plata. Lo hizo como integrante de un grupo que procuró la liberación de militares detenidos en Martín García. Sólo en 1963, LA NACION alcanzó por primera vez a su viejo competidor en la cifra de circulación de ejemplares; seis años más tarde, con la aparición de su revista dominical, nuestro diario aumentó distancias que ya nada acortaría.
Aun antes de que Máximo Gainza tomara la conducción del diario de familia en reemplazo de su padre, Alberto Gainza Paz, La Prensa se retiró del Instituto Verificador de Circulaciones (IVC). Dolía demasiado a su conducción exponer que había caído por debajo de los 100.000 ejemplares el que había sido en mejores tiempos uno de los diarios de mayor predicamento mundial.
Con todo, siguieron exponiéndose por años más, en todos los atriles de nuestra Redacción, como en una anacrónica competencia de River vs. Boca, las colecciones, una al lado de la otra, de LA NACION y La Prensa. Las tradiciones tienen su propio impulso y todavía los redactores de este diario recibían alguna recriminación, ya amenguada por las circunstancias, cuando desde el viejo y alicaído adversario se anotaban una primicia o resolvían, con más prestancia que nuestros periodistas, una nota de calle.
Entre las viejas rotativas que apenas imprimían en blanco y negro y contenían novedades sobre contiendas libradas semanas o meses atrás, por un lado, y por el otro, la señal de un celular con el aviso inmediato de la muerte de un amigo cuyo cuerpo todavía conservaba el calor de la vida, sobran metáforas sobre el paso de un tiempo compartido. Si he dado un paso al frente para escribir sobre Máximo Gainza, no es sólo porque terminé siendo amigo de alguien con quien había discutido a brazo partido por visiones contrapuestas de nuestros diarios, sino para ocupar el vacío de muchos otros, que ya no están, y se hubieran adelantado a mí desde este mismo lugar a despedir al caballeroso y aguerrido adversario, con cuya desaparición se cierra un ciclo histórico en la vida del periodismo argentino..