Votar para que el castigo se detenga.

A las puertas de unas nuevas elecciones, extraño aquel entusiasmo. Miro en retrospectiva y me pregunto en qué cuarto oscuro se me perdió el sentimiento que signó la votación del 83. Tal vez haya sido un proceso gradual, marcado menos por los resultados del voto que por la constatación de que en nombre de la democracia se puede atentar brutalmente contra ella.
Autor: Héctor M. Guyot LA NACIÓN - 20/10/2015
Recuerdo la ilusión que de chico me despertaba la Navidad. No sólo por los regalos o el reencuentro con los primos en la Nochebuena. La reunión familiar del 24 era más bien pagana, sin otra alusión religiosa que un pesebre de ocasión, pero yo sentía que había allí algo del orden de lo mágico, un rito de renovación que extendía sobre todos la gracia de volver a empezar, algo a lo que contribuía la llegada del verano y sus promesas.
Un sentimiento parecido tuve en las elecciones de 1983, que implicaron el fin de una época oscura y la vuelta de la Argentina a la democracia. Por entonces yo estaba viajando por Sudamérica sin fecha de retorno. Un mes antes de las elecciones, estando en Recife, me invadió de pronto la necesidad de volver al país a votar. Emprendí entonces el regreso y viví la excitación de los días previos, la alegría de dejar por primera vez mi voto en la urna, la emoción de ser parte de un destino colectivo, la celebración del día después y la inminencia de un país distinto que flotaba en el aire y reconocíamos en la mirada de los otros, pues éramos todos parte de una fiesta que rescataba la esperanza y nos hacía mejores. Pasábamos de un país en blanco y negro a otro en colores.
A las puertas de unas nuevas elecciones, extraño aquel entusiasmo. Miro en retrospectiva y me pregunto en qué cuarto oscuro se me perdió el sentimiento que signó la votación del 83. Tal vez haya sido un proceso gradual, marcado menos por los resultados del voto que por la constatación de que en nombre de la democracia se puede atentar brutalmente contra ella. Así llegamos a estas elecciones, las más desangeladas que yo recuerde. Los intentos de los candidatos de conjurar una cierta épica resultaron vanos y fallidos. Falta mística. Y es paradójico, porque estamos ante algo más que la elección de un presidente. Está en juego la suerte y el destino del país, porque este voto va a definir lo que entendemos por democracia. ¿Queda algo de aquel sueño democrático del 83? ¿O lo hirió de muerte la versión autoritaria, facciosa y gangsteril que impuso el kirchnerismo?
Lo extraño es que, por cobardía o cálculo, estamos viviendo esta elección como si fuera una más. Los políticos, los empresarios, incluso la prensa. Los Kirchner y sus acólitos se han llevado puesto el país para construir un aparato de poder y de exacción de riqueza omnímodo, destruyendo en el camino la convivencia social, las reglas de juego y hasta el valor de la palabra, pero lo que se les reprocha son las malas políticas. Nos clavan un cuchillo y nos quejamos de la hoja oxidada.
Uno de los candidatos opositores reclama el voto repitiendo, según los dictados del marketing, que podemos estar mejor. Esto casi equivale a decir que lo que tenemos es bueno.
El otro candidato opositor, con oportunismo y ambición, promete lo que algunos quieren escuchar y se rodea de algunos nombres que no sólo maquillan su pasado kirchnerista sino que lo hacen aparecer como dueño de un plan. Quien busque una alternativa genuina tiene al menos la obligación de dudar: ¿puede sacarnos del fango quien hasta anteayer chapoteaba alegremente en él desde las mismas filas del Gobierno?
Hay quienes creen que, de alcanzar la presidencia, el candidato oficialista podrá librarse de las garras de su jefa, que le exige la más humillante pleitesía mientras despliega sus tentáculos en los estamentos del Estado para asfixiarlo cuando lo juzgue conveniente. En su discurso (crea o no en él, si es que en algo cree), el candidato se cansó de alabar los extraordinarios logros del "modelo". Por eso su triunfo, además de inaugurar una lucha intestina de consecuencias impredecibles para el país, supondría el acta de defunción, firmada por la voluntad popular, de la democracia tal como alguna vez la soñamos. A partir de allí, quizá ya no haya posibilidad de dar marcha atrás.
Esto último definirá mi voto. Simpatizo con los verdaderos progresistas, pero sólo tendrán mi aval cuando hayamos recuperado la cancha para todos, junto con las reglas de juego. Si los apoyara ahora, quizá ganaría en mi conciencia, pero a costa de entregar un país maltrecho para que lo sigan castigando por un nuevo período. Tiene razón Campanella. Hay que votar en primera vuelta como si ya estuviéramos en el ballottage.
Eso es lo que haré con mi voto resignado: todo lo que me importa es que el castigo se detenga. Se trata de dar un primer paso para empezar a salir del desencanto.