El despertar judicial que el país necesita.

La cultura política de una sociedad no se cambia de un día para otro; la creciente demanda de moralidad deberá entender que el perfeccionamiento de la democracia será un camino de largo plazo que nos involucra a todos
Autor: Natalio Botana LA NACION - 15/04/2016
En estos días, la política está mostrando un rostro desfigurado: una fisonomía cruzada por la corrupción y por la novedad de que las instituciones judiciales, recién ahora, comienzan a investigar y a procesar esta clase de delitos. Por lo visto, entre nosotros y en Brasil, Rusia o aun en el Reino Unido, la corrupción es un ingrediente de la política que, hasta no hace mucho, estaba ausente de los debates y del escrutinio público. ¿Se deben acaso los impactos de este fenómeno al hecho de que ya no hay más abundancia económica para tapar esa olla maloliente?
En parte sí, como se comenta habitualmente, aunque no sólo la recesión y el descontento social explicarían la trascendencia que están adquiriendo los hechos de corrupción aquí y en otros países. Si ampliamos la mirada, combinando múltiples causas, es evidente que el mundo se está haciendo más transparente: los paraísos fiscales ya no son cotos cerrados y el secreto mafioso de las redes de corrupción se quiebra por algún arrepentido (los Fariñas abundan), al paso que las revelaciones de esta trama del engaño aumentan el descreimiento público hacia los dirigentes y sus séquitos.
¿Significa esto que la legitimidad del régimen democrático está en declive y pronta a caer presa de acciones extremistas o de comportamientos aún más decadentes? Ejemplos no faltan. Siempre se cita el final no deseado que tuvo el proceso de mani pulite en Italia en los años 90, cuando sobre la crisis de los partidos comprometidos con la corrupción denunciada -en particular la democracia cristiana y el socialismo- se encaramó el grotesco liderazgo, no menos corrupto, de Berlusconi, con su secuela de manejos turbios y francachelas.
Éste es un llamado de atención, porque si a los fundadores de la república italiana como Alcide De Gasperi (admirable en su austeridad y visión de un orden de libertades y justicia), Luigi Einaudi o Pietro Nenni (antiguos dirigentes antifascistas que, respectivamente, encolumnaron al liberalismo y al socialismo hacia la democracia) los suceden personajes oscuros como Andreotti o Craxi, la cosa pública se degrada y la ejemplaridad se arroja al canasto.
De estos ejemplos deriva la hipótesis de que si la corrupción penetra en profundidad en la cultura cívica, lo que viene después no necesariamente es bueno y renovador. A Italia le costó mucho esfuerzo superar ese juego dialéctico entre lo peor para reencauzar la marcha de una democracia que, como muchas en Europa, sufre la fatiga de una economía sin los resultados de antaño.
Dado que en la Argentina esta cultura no es ajena como efecto del benéfico ciclo de la inmigración, convendría atender a los escándalos de corrupción según una perspectiva de larga duración. En este recorrido siempre interactúan tres factores: la complicidad de la administración de justicia (no toda) con el gobierno en funciones, la judicialización de los hechos de corrupción por parte de la dirigencia política y el papel del periodismo de investigación que da a conocer con fundamentos estas malformaciones.
Así planteado el argumento, la cuestión más urticante se engarza con la capacidad de reforma de las instituciones judiciales mediante la legislación emanada del Congreso, la reorientación del comportamiento de los jueces y la labor del Consejo de la Magistratura. Aludimos al largo plazo porque las costumbres y los disvalores no se cambian de un día para otro; están anclados en la sociedad y en sectores sociales más activos, hasta el punto de que el enmascaramiento ideológico del asalto al botín del Estado los impulsa a ganar la calle y presentar estos hechos como una conspiración mediática (consigna que el miércoles ratificó CFK). Es una falsa conciencia que, por ceguera u oportunismo, se niega a reconocer la realidad.
De este modo, el escenario de la corrupción acentúa las divisiones sociales y los antagonismos, en la medida en que no se reconoce ningún árbitro con la debida autoridad y prestigio para poner coto a un asunto que, al cabo, nos hace mal a todos. No se crea, por tanto, que con las instituciones disponibles podremos consumar rápidamente esta necesaria reparación. Si en su sentido último la corrupción es una privación de justicia, en un sentido más cercano a nuestra circunstancia el desagravio imprescindible de esta explotación del patrimonio público depende de lo que tenemos; de una justicia federal que, salvo alguna excepción, poco ha hecho entre 2003 y 2015.
Este estilo judiciario que actúa una vez que un gobierno cesa en sus funciones no es buen consejero para enmendar la costumbre de hacer un uso patrimonialista del Estado: puede inducir a que los comportamientos complacientes de hace poco tiempo se conviertan, por puro cálculo de supervivencia, en los comportamientos de extrema rigurosidad del presente.
Con esta escasa reserva de combustible habrá que poner en funcionamiento un mecanismo de justicia ineficiente y poco adaptable, por ahora, a esta creciente demanda de moralidad. ¿Llegará la dirigencia -y no solamente la política- a la conclusión de que es mejor tener una política honrada que una política indecente? Esta pregunta merecería desde luego una respuesta basada en principios, los más comunes que, por ser tales, conforman también un lugar común: lo bueno es mejor que lo malo; el honesto vale más que el ladrón; pero también esta respuesta puede estar basada en criterios utilitarios, quizá menos exaltantes, ligados con la dinámica propia de la opinión pública.
Tarde o temprano, por una convergencia de causas esperables y no previstas por los propios actores, lo que estaba sellado por el secreto sale a la luz y encandila a los poderosos. Entonces la seguridad confortable de quienes disfrutaban el poder tiembla y lo que hasta hace pocos meses parecía bien atado se deshace. ¿Por qué estos groseros errores de cálculo? En este juego de abruptos ascensos hacia un descarado enriquecimiento y descensos que pueden terminar en la cárcel hay, al menos, dos grandes carencias. La primera reside en la torpeza de obrar sin atender a las consecuencias de los actos. Por eso la política se despeña en ausencia de una ética de la responsabilidad de los gobernantes y, por carácter transitivo, de sus amigos políticos. Este festín de la irresponsabilidad se inscribe, por otra parte, en una segunda carencia íntimamente arraigada en nuestra historia: es el impulso hegemónico que guía a gobernantes que se creen depositarios del poder a perpetuidad.
Los reeleccionismos, las rotaciones matrimoniales o, en su defecto, el ánimo de controlar la sucesión con algún suplente manipulable son apuestas destinadas a encubrir aparatos corruptos. Al no concebir el poder como un atributo alternativo y limitado, todo vale para conservarlo y prolongarlo en el tiempo. El drama sobreviene cuando fallan los cálculos y, según ellos, el electorado se equivoca y vota mayoritariamente en contra. Entonces el andamiaje de subordinación en el Congreso y en la Justicia comienza a desmoronarse y la corrupción, antes oculta, cobra actualidad en los estrados judiciales.
Estos errores, de enorme gravitación en las conductas, son signos de lo mucho que tenemos que avanzar en el arte de perfeccionar nuestra democracia. Lecciones necesarias para que el nuevo oficialismo redoble esfuerzos de ejemplaridad tendientes a no incurrir en los errores del pasado.