El Presidente en tribunales, bajo juramento.

Alberto Fernández declara como testigo en la causa por el reparto de la obra pública, el martes

Con una larga tradición de políticos capaces de decir lo que convenga para llegar al poder, los argentinos estamos acostumbrados a las palabras huecas y el engaño. Sin embargo, no desarrollamos anticuerpos y volvemos, una y otra vez, a darle el voto a mistificadores y charlatanes. Esta vuelta fuimos más lejos y por eso estamos viviendo, con un costo enorme, la institucionalización de la mentira, que escaló a la condición de programa de gobierno.

Autor: Héctor M. Guyot LA NACION - 19/02/2022


Tristemente, es uno de los pocos signos de coherencia que puede exhibir la administración de los Fernández. El Presidente, que vive en el puro presente de su realidad verbal (como si una palabra suya de hoy pudiera abolir un hecho de ayer e incluso un pronunciamiento propio de sentido contrario), es en verdad un hombre condenado a una amnesia perpetua. La falta de memoria lo acompaña adonde vaya, domina sus dichos y sus actos, y lo expone a la contradicción permanente. Ejerce esa amnesia con indolora naturalidad y sin reparar en gastos, como se vio por ejemplo en su viaje a Rusia y a China. Paradójicamente, con cada viraje discursivo se vuelve más transparente. Su voz es como el agua de un arroyo: se amolda sin resistencia al cauce que va encontrando en su discurrir.

Él mismo selló su condena cuando, en un simulacro que resultó exitoso, estampó la firma en el pacto donde el Presidente y la vice transaron poder por impunidad. Todos sus apuros, y los del país, provienen de ese pecado original mediante el cual el kirchnerismo recuperó el voto y el control del Estado. Esta semana le tocó una difícil: cumplir con aquello a lo que se obligó frente a un tribunal y bajo juramento. Prefirió eludir los hechos y, en tono doctoral, aleccionó a jueces y fiscales sobre los asuntos que a su criterio son judiciables y aquellos que no. Un poco como su mandante. Pero le faltó convicción. No es capaz de montar una escena como la que protagonizó Cristina Kirchner ante esos mismos jueces, en la que se declaró absuelta de culpa y cargo para pasar a la ofensiva dictándoles a los magistrados la condena de la historia. La vicepresidenta, quizá porque lo que está en juego es su propia libertad, parece definitivamente perdida en los pliegues del relato. Alberto Fernández no puede disimular, por más empeño que ponga, que es un contratado que está tributando una contraprestación. Se entrega al relato con cálculo. Así no funciona.

"Paradójicamente, la persona que exige del Presidente el cumplimiento de la contraprestación acordada es la misma que esmerila su poder"

Aunque evitó referirse a viejas expresiones en las que aludía a la corrupción en la obra pública durante el gobierno de su vice, Fernández, desplegando esa racionalidad tan suya para enunciar lo irracional, así como su templanza para divorciar el discurso de los hechos, se ofreció gentilmente a ampliar su visión de las cosas. “Si no –explicó–, puede ser malinterpretado lo que yo he dicho y lo que digo”. Puede quedarse tranquilo. Está todo clarísimo. En especial, el sistema de saqueo que los Kirchner montaron con la complicidad de Lázaro Báez y otros muchos empresarios para sustraer y lavar decenas de millones de dólares. Lo describieron en detalle los arrepentidos que han desfilado en distintas causas, acorralados por una abrumadora prueba documental. De algún modo, los diferentes juicios en los que la vicepresidenta está procesada son capítulos de una sola novela, parte de la misma trama de engaño y corrupción que hoy es imposible soslayar.

Quizá en un principio Alberto Fernández pensó que, de contar con una buena cuota de poder, podía confiar en la ductilidad de su discurso para llevar el pacto de origen a buen término. A poco más de dos años de gobierno, está sucediendo lo contrario. Cada vez que abre la boca causa un estropicio. Contradecirte con impostada convicción a la vista de todos tiene un precio. Su debilidad es hoy la del Gobierno todo y también la de aquella persona que, con su poder, lo puso en un lugar imposible, acaso sin advertir que la megalomanía y la mentira tienen un límite.

Paradójicamente, la persona que exige del Presidente el cumplimiento de la contraprestación acordada es la misma que esmerila su poder. Hoy, con su oposición al acuerdo con el FMI, ha puesto un manto de duda sobre la continuidad de la coalición peronista y, por extensión, sobre la vigencia del pacto. El Presidente pierde poder y credibilidad. Sin programa ni políticas, parece asomado al vacío que deja el virtual fracaso del plan de hegemonía e impunidad al que los firmantes habían apostado todo.

Presidente y vice se siguen necesitando, pero se recelan cada vez más. Son dos socios decididos a hacer pagar al otro el costo de las desventuras de una empresa que a sus ojos prometía mucho, pero que hoy se está consumiendo el capital a pasos acelerados.

Cristina Kirchner, cuyo procesamiento como jefa de una asociación ilícita en la causa de los cuadernos de las coimas quedó firme por fallo de la Cámara de Casación, mantiene un obstinado silencio. Actúa, sin embargo, por medio de sus más cercanos colaboradores y de su hijo. Acaso esté meditando la próxima jugada. Su desvelo es la impunidad. Mientras, las causas avanzan. Lentas, con obstáculos, pero avanzan.