Autos: qué culpa tiene Brasil en el derrape.

El frío de la recesión ya se siente y ha empezado a pegar sobre el costado más sensible: el trabajo. Las suspensiones en la industria automotriz son la caja de resonancia de un problema que está desparramado por unas cuantas actividades más.

Autor: ARCADIO OÑAS - 04/05/2014



   Tal cual acostumbra, el Gobierno buscó sacarse la brasa caliente de encima y culpó a la caída de las exportaciones de vehículos a Brasil. Cierto, porque alrededor del 50% de la producción nacional va hacia ese país y si allí baja la demanda aquí repercute fuerte.
   
   Pero se trata, en realidad, de una verdad a medias o un modo de escapar por la tangente. Los agujeros de la política oficial, más la estrategia de reparto de los mercados administrada por las terminales que están a ambos lados de la frontera, engendraron una enfermedad que se llama brasildependencia. “Y cuando ellos estornudan, nosotros nos resfriamos”, dice un consultor sin forzar demasiado la imaginación.
   
   Otra mirada a la brasildependencia canta que el 86% de las exportaciones automotrices apunta a ese mercado. Y que, así, el 70% de todas las ventas industriales al exterior tienen el mismo destino. Gracias a la súper soja, las exportaciones primarias y las manufacturas de origen agropecuario salvan las papas, sólo que al costo de una primarización creciente del comercio.
   
   Axel Kicillof y Débora Giorgi, la ministra de Industria, viajaron de apuro a San Pablo, en uno más de los muchísimos intentos por corregir un intercambio automotriz siempre inclinado a favor de los brasileños. Algo flaquea por la parte que le toca al Gobierno, porque, de tanto repetirse, hace rato que el desequilibrio tomó formas estructurales.
   
   Sin ir demasiado lejos, el año pasado hubo un déficit de US$ 1.580 millones. Por entero, a causa de los 2.580 millones que, según la consultora abeceb.com, generó el sector autopartista.
   
   Eso representa una muestra pequeña de un desajuste enorme que nunca fue resuelto, o la prueba del fracaso de las medidas ensayadas. Basta decir que, entre lo que llega de Brasil, de Europa, Japón o de donde sea, en 2013 el déficit en autopartes arrojó US$ 8.300 millones. Impresionantes 25.000 millones de dólares en los últimos tres años.
   
   Salta evidente, entonces, que nada de semejante desacople puede ser achacado a Brasil. Tampoco, que el 70% de los autos producidos en la Argentina sea importado y que, más que fábricas, las terminales son en verdad armadurías.
   
   Kicillof fue a San Pablo inquieto por el impacto de la caída de las exportaciones en el empleo. Aunque, nuevamente, se trata de una verdad a medias: quizá su mayor preocupación pase por las divisas que se come el desbalance en el intercambio automotriz, cuando preservar reservas escasas ha escalado al rango de consigna de hierro.
   
   Una regla del acuerdo próximo a ser recauchutado transitoriamente marca que, por cada dólar-auto que la Argentina exporta a Brasil, este país puede vender aquí hasta 1,95 dólar. La pretensión de Kicillof es reducir el flex a 1,20.
   
   Desde luego, el objetivo luce demasiado ambicioso como para que sea aceptado por los brasileños, aunque seguramente harán algunas concesiones, porque el mercado argentino absorbe el 80% de sus exportaciones de autos. Pero, además de las divisas, Kicillof tiene otro problema: se llama autopartes y este agujero no se cierra con gestos sino con políticas.
   
   La cinchada comercial permanente sacó de la cancha al flex del 1,95. En su lugar aparecieron los cupos u otras formas de restringir el ingreso de bienes brasileños, impuestos por el gobierno de Cristina Kirchner y replicados con medidas parecidas de Dilma Rousseff. Resultado: la relación entre las presidentas amigas no atraviesa por su mejor momento.
   
   El sesgo unilateral de su comercio deja al descubierto que, por sus propio déficit de competitividad, el socio del Mercosur enfrenta serias dificultades para encontrar otros lugares. Y un recorrido en el tiempo no demasiado largo revela, a la vez, que los autos argentinos han ido perdiendo destinos sin pausas.
   
   Aún así, pesan otras diferencias que tocan directamente a las escalas de producción y, de seguido, a la magnitud de los mercados y al interés de los inversores. Una más, igualmente grande, anida en las estrategias o la falta de estrategias.
   
   Brasil produce 3,7 millones de vehículos anuales, contra 791 mil de la Argentina en 2013 o alrededor de 670 mil este año. Obviamente, un mercado cuatro veces y pico mayor al nuestro resulta mucho más atractivo. Sólo un ejemplo entre unos cuantos: en 2012 y 2013, las siempre expansionistas compañías chinas anunciaron once proyectos de inversión en el sector automotriz, nueve de los cuales ya han sido confirmados.
   
   Luego, las estrategias. En 2012, Dilma puso en marcha el plan Inovar Auto , que otorga beneficios fiscales a las empresas que instalen plantas de producción de motores, cajas de cambio, sistemas de seguridad y otros componentes. Regirá durante cuatro años y busca achicar la importación de autopartes, una flaqueza que descoloca la penetración de Brasil en los mercados del mundo y le sale muy cara en divisas.
   
   Acá siempre mandan el corto plazo y las medidas aisladas, nunca un plan maestro. Y hoy, claramente, gobierna el intento de sacarle presión a las reservas y al dólar oficial: le toque a las importaciones de Brasil o a las de cualquier país; todo vale, aunque al precio de resentir los procesos productivos.
   
   Al otro lado de la frontera enfrentan sus propios dilemas, con la caída de la demanda y la producción y los coletazos sobre el empleo. Pero cuesta mucho sostener que la responsabilidad por lo que nos pasa en el sector automotriz es de ellos: la brasildependencia y los desajustes en todo el entramado industrial, que se cubren con bienes traídos de afuera, expresan la ausencia de políticas, de largo plazo y sostenibles.
   
   En el primer trimestre, las exportaciones de vehículos bajaron 18%, mientras las ventas totales se desplomaron un 25%. Por más extras que sean incorporados al cálculo, la mirada interior aporta en grande al cuadro general.
   
   Son de aquí e intransferibles el deterioro salarial, la inflación sin freno y el ajuste que va derecho a los precios; el tarifazo en el gas y el agua, más el que viene para la luz, la devaluación y las altas tasas de interés. Era inevitable que semejante combo sacudiera, en seguidilla, al consumo, a la actividad económica y al empleo.
   
   Entre enero y marzo, el número de ocupados en la industria cayó 1,2%. Hace tiempo que el sector dejó de incorporar mano de obra, pero desde la crisis de 2008-2009 no destruía empleo. La construcción, que convive con este fenómeno desde el cepo cambiario, retrocedió 6% en marzo. Y el uso de la capacidad de producción de las fábricas es, hoy, casi el mismo que en marzo de 2003.
   
   Ningún artificio de consultoras privadas, los datos salen del INDEC. Lo único que falta, ahora, es que en la búsqueda de gambetear la realidad, el kirchnerismo se las tome con un organismo manejado por su propio gobierno.