¿Un país sin empresarios?

Ilustración: Daniel Roldán

Solo se revertirá el deterioro del nivel de vida y la pobreza cuando la sociedad en su conjunto comprenda que es imposible lograrlo sin soltar las sogas que aprisionan la iniciativa y la creatividad del sector empresario.

Autor: Ricardo Esteves PARA CLARIN - 21/10/2021


¿Víctimas o victimarios? Bien podrían ser una cosa o la otra según las circunstancias, ya que como en todos los campos de la vida, hay buenos y malos ejemplares. Y de éstos últimos y sus trapisondas sería inagotable la lista de sucesos.

Por eso es fundamental que su accionar sea controlado y juzgado con rigurosidad. Sin embargo, al analizar el papel de los empresarios en general, no se pueden soslayar las siguientes consideraciones: el empresario cumple un rol social fundamental al proveer los bienes y los servicios que consume una sociedad, generar la mayor parte de los empleos que sustentan a las familias de un país, y a su vez contribuir impositivamente al mantenimiento del aparato estatal.

Por la trascendental importancia de esas funciones es un sector que merece especial cuidado y promoción para que cada vez, tanto bienes como empleos, sean más abundantes y de mejor calidad. De eso depende fundamentalmente la calidad de vida de una sociedad.

A mediados del siglo pasado, en virtud de que el empresariado de entonces satisfacía adecuadamente esas necesidades colectivas, la Argentina estaba entre los ocho países de la vanguardia mundial. Los otros siete que la acompañaban en esa posición continuaron su derrotero y hoy se ubican en la cresta del mundo desarrollado, a la que se fueron sumando otras naciones.

Solo la Argentina tuvo un andar involutivo, para ubicarse en la actualidad según los parámetros que se consideren, en el pelotón de los 40avos, los 50avos o los 60avos en la escala global.

¿Qué pasó? El Estado desde entonces reguló desacertadamente la relación del sector empresario con la sociedad y el país no se detuvo en su caída. ¿Dónde estamos parados en el presente?

El panorama no es alentador: el sector acaba de recibir en 2020 y 2021 los dos golpes más severos que supuestamente haya padecido en su devenir: la suba en las alícuotas a los bienes personales y el impuesto a la riqueza.

Si bien desde una mirada no comprensiva de la realidad empresaria se podría suponer que serían medidas inocuas, resultaron finalmente en los hechos en la decapitación de buena parte del empresariado nacional. Como fue un proceso solapado -por decisión de los propios protagonistas- sin acaparar las portadas de las noticias, resultó por tanto imperceptible para el gran público.

A raíz de esos dos zarpazos impositivos se produjo la mayor estampida de grandes empresarios de la historia de Argentina, que en consecuencia ya no tributarán en el país, amén de que dejarán de consumir y muy probablemente de invertir aunque las condiciones cambiaran para mejor.

Sin comparar para nada los contextos (infinitamente más graves en aquellos tiempos, aunque productivamente más favorables), la actual sangría empresarial ha sido más severa que la que se produjo en la década de los años 70, cuando empresarios -caso Sallustro, Montoreano, Bosch, Soldati y tantos otros- eran secuestrados y asesinados a mansalva.

Volviendo al presente, no se pueden incrementar o crear gravámenes fuera del contexto impositivo general del país, cuando la consigna debería ser por la contraria: reducirlos.

Además, ¿impuestos para qué? ¿Para ampliar el espectro de planes sociales o incrementar la estructura de gastos públicos que luego no se pueden sostener, porque -entre otras razones- los grandes contribuyentes emigran?

Tal es lo que ha acontecido con prominentes empresarios del universo de los laboratorios, del petróleo, de la tecnología y de tantos otros rubros que han abandonado el país por esa causa, no sin sufrir el desarraigo.

Esas dos medidas tributarias fueron la gota que rebasó el vaso para un sector que ya estaba agobiado de gravámenes de todo tipo, que debe producir en un ambiente de cambios constantes de reglas, con alta inflación y precios controlados, sin acceso al crédito y sin protección estatal frente a la extorsión sindical, y donde invertir implica desprenderse de un dólar que vale 180 pesos para producir algo que si se exporta debe ser vendido a un dólar de 100 pesos menos las retenciones que le correspondan.

Todo lo demás que pueda trascender es anecdótico, aunque duelan al empresariado las acusaciones de generar la inflación a sabiendas de que el origen de ese mal es provocado por quienes profieren los mensajes condenatorios.

Al igual que los simpáticos almuerzos con sonrisas y tuteos de por medio, que le sirven al oficialismo -y seguramente en otros aspectos también a los participantes- para enrostrarle a la sociedad que “está todo bien” con los empresarios, al tiempo que pretende imponerle al sector productivo el más brutal de los torniquetes.

Al margen del aparente beneficio transitorio, lo que signifique apretar a presión la tapa de la “olla” va en dirección contraria al bienestar de la sociedad.

Solo se revertirá el deterioro del nivel de vida y la pobreza cuando la sociedad en su conjunto comprenda que es imposible lograrlo sin soltar las sogas que aprisionan la iniciativa y la creatividad del sector empresario.

Lo que estamos viviendo es muy triste y una pérdida descomunal de oportunidades, porque aun en este contexto tan adverso, este país maravilloso que es la Argentina sigue prodigando emprendedores cuyas creaciones son sucesos empresariales regionales.

Y tampoco se puede desconocer a aquellos empresarios que se las arreglan para sobrevivir nadando contra la corriente. Tanto ingenio contenido nos permite ilusionar con que un cambio de rumbo puede abrirle al país un ciclo de gran prosperidad.

Ricardo Esteves es empresario y Licenciado en Ciencia Política.